MIGRACIONES Y PRECARIEDAD
IDENTITARIA. ALGUNAS TRAYECTORIAS DE MUJERES INMIGRANTES MARROQUÍES EN MADRID
Juan Ignacio Castien Maestro
No creemos que sea generalizar
demasiado afirmar que la biografía de todo ser humano se halla jalonada por una
serie de acontecimientos clave, gracias a los cuales se pueden delimitar luego en
su interior distintos períodos cronológicos. A menudo cada uno de estos sucesos
decisivos puede ser concebido asimismo como un auténtico punto de bifurcación,
como el momento en el cual el individuo se encontró ante una encrucijada de
caminos y acabó por tomar uno en particular, incluso aunque no lo eligiera de
manera consciente. Si esto parece ser así en todos los casos, va a tender a
serlo aún más en el de los emigrantes/inmigrantes. Trasladarse de un país a
otro, o incluso de una región a otra, suele entrañar ya de por sí un cambio
crucial en la propia existencia. A partir suyo puede distinguirse claramente
entre un “antes” y un “después” en lo que se refiere al entorno en el que se va
a vivir, las personas con las que uno se va a relacionar y, sobre todo, el
cariz que van a tomar semejantes relaciones. La manera específica en que
interactúen entre sí todos estos elementos tan diversos va a encarrilar
entonces al individuo en unas direcciones en vez de otras. De este modo, en la
trayectoria vital del migrante acostumbran a manifestarse con una especial
intensidad esos hechos tan comunes como los saltos, más o menos bruscos, de un
ámbito social a otro, de una actividad a otra y de una concepción sobre sí
mismo a otra diferente. También lo hace esa peculiar dialéctica entre lo
general y lo particular, consistente en el juego permanente entre las
circunstancias objetivas más amplias y los modos individuales de reaccionar
ante ellas, en función de la propia personalidad, el historial biográfico
previo y las características más específicas de la situación concreta en la que
se está viviendo. No es de extrañar, por todo ello, que la metodología de la
historia de vida se ajuste de una manera tan adecuada al estudio de los
fenómenos migratorios, ni que, en consecuencia, se haya empleado ya en tantas
ocasiones y con tanto acierto.
En
esta breve intervención pretendemos aportar algunos elementos de reflexión que
quizá puedan enriquecer esta manera de abordar las migraciones internacionales.
Vamos a procurar, así, trabajar simultáneamente en dos niveles diferentes,
aunque interrelacionados. Por una parte, iremos introduciendo un conjunto de
conceptos teóricos destinados a ayudarnos a entender mejor todos estos hechos.
Por la otra, iremos ilustrando estos mismos conceptos por medio de algunas
trayectorias biográficas que recogimos en su momento en una investigación sobre
mujeres inmigrantes marroquíes afincadas en Madrid[1].
Son éstas unas trayectorias marcadamente peculiares y bien poco representativas
en términos estadísticos. Sin embargo, nos ofrecen un ejemplo muy logrado de
las maneras tan ingeniosas en que se pueden solventar ciertas contradicciones
inducidas por la propia condición de migrante y de las implicaciones de estos
particulares procedimientos desde un punto de vista sociológico más general.
En aras de estos objetivos, vamos a
comenzar proponiendo unas cuantas definiciones que nos servirán para
orientarnos mejor por este terreno tan intrincado. Partimos de la idea de que
en toda trayectoria biográfica podemos distinguir una serie de aspectos
particulares. El primero de ellos estriba en lo que vamos a denominar aquí la trayectoria objetiva, la cual estará
integrada por los distintos acontecimientos que la persona ha ido
experimentando y por las diversas acciones que ha ido llevando a cabo en
relación con estos mismos acontecimientos. Junto a esta trayectoria objetiva,
nos interesa también sobremanera su trayectoria
identitaria. Esta segunda trayectoria consiste, por su parte, en las
sucesivas representaciones acerca de sí mismo que el individuo ha ido
elaborando a lo largo del tiempo. Nuestra aspiración, en cuanto que científicos
sociales, es poner orden en todos estos complejos entramados de
acontecimientos, acciones y representaciones subjetivas. Pretendemos descubrir
en su seno una cierta lógica interna. Con este fin, hemos de comenzar por tomar
en consideración la estrecha interrelación existente entre estas dos
trayectorias, la objetiva y la identitaria. Los hechos que el sujeto va
experimentando durante su vida y los que él también va llevando a cabo
influyen, obviamente, sobre los modos en que va viéndose progresivamente a sí
mismo. Pero tales representaciones lo hacen también, a su vez, sobre sus
acciones ulteriores y sobre las situaciones a las que estas acciones acaban por
abocarle, todo lo cual repercute luego más adelante sobre su autoconcepto y
sobre los nuevos actos y experiencias condicionados por el mismo. Estamos,
pues, ante un auténtico desarrollo en espiral (cf. Castien Maestro, 2003: 50-56).
Centrándonos ahora en la identidad
de las personas y en sus trayectorias identitarias, vamos a introducir una
nueva pareja de conceptos. Distinguiremos, así, dos niveles diferentes dentro
de la identidad subjetiva. El primer nivel va a consistir en la identidad personal o individual, es decir, en la
representación de uno mismo en cuanto que individuo único y diferente de
cualquier otro, dotado de un cuerpo, una vida interior y una trayectoria
personal (cf. Revilla Castro, 2003). El segundo va a estribar en el conjunto de
sus identidades sociales o colectivas. Se trata en este caso de los
distintos colectivos, o categorías sociales (cf. Tajfel, 1984), a los que este
individuo puede pertenecer, tales como su sexo, su etnia, su nacionalidad o su
profesión. Estas identidades sociales invisten de un mayor contenido a la
identidad personal. La pregunta quién soy yo se responde, en buena medida,
enumerando la pertenencia a una serie de colectividades (cf. Torregrosa Peris,
1982). Pero estas distintas identidades sociales no se encuentran meramente
apiladas las unas junto a las otras. Conforman, por el contrario, un sistema,
el sistema de la identidad social global, como componente básico de la identidad
personal. En el seno de esta identidad social global, las distintas identidades
sociales particulares se encuentran articuladas y ocupan, asimismo, unas
posiciones más o menos centrales o periféricas. A partir de esta somera labor
de conceptualización, podemos entender ahora la trayectoria identitaria de un
modo mucho más preciso. Vendrá a ser, entonces, el proceso en virtud del cual
el sujeto va remodelando su identidad personal, en gran parte por medio del
manejo de sus distintas identidades sociales. Puede que alguna de ellas sea
desechada y que se introduzcan otras nuevas. Pero es posible, sobre todo, que
el contenido de alguna de estas identidades sea modificado y que se alteren
también los modos en que se las estaba combinando entre sí, junto con el grado
de centralidad detentado por cada una de ellas.
Entre los factores que
activan estos complejos procesos de remodelación identitaria, hay uno que nos
parece especialmente relevante. Consiste en la representación que la persona va
a hacerse de sí misma como alguien más o
menos admirable o despreciable en términos generales. Su identidad personal
poseerá, de este modo, una dimensión
valorativa. Será una identidad en positivo o en negativo. Pero la concreta
valoración realizada a este respecto dependerá, lógicamente, de la de aquella
otra de la que sean objeto las distintas identidades colectivas que participan
en la conformación de su identidad individual. Esta valoración depende además con
mucha frecuencia de la influencia exterior. Uno puede encontrarse con que las
cosas no le salen como querría y ello puede repercutir negativamente sobre su
autoestima. Pero, sobre todo, es muy probable que el reconocimiento que recabe de los otros no sea tan elevado como él
hubiera deseado, lo cual también le afectará de un modo negativo. Y lo mismo
ocurrirá en un sentido positivo cuando se den los procesos inversos. Aunque
estos ataques a la propia autoestima puedan centrarse en la identidad personal
global de la persona, es fácil también que se concentren en alguna de sus
identidades sociales en particular. Esta identidad será objeto, entonces, de
una devaluación y, por lo tanto, aquellas personas que pertenezcan a esta
específica categoría social verán igualmente mermado el valor de su identidad
personal como un todo. La identidad de esta persona, así estigmatizada, vendrá
a ser una “identidad deteriorada” en el sentido en que Erving Goffman (1970)
entendía este término.
Es muy corriente
también que a estos ataques, internos o externos, contra la propia valoración
personal se añadan también otros de un cariz diferente. Van a consistir éstos
en el cuestionamiento de la pertenencia a una determinada categoría social, es
decir, de la posesión de una específica identidad colectiva. Así, por ejemplo,
alguien no será reconocido como miembro de un determinado grupo étnico o
nacional. O puede que lo sea solamente de un modo parcial, como una especie de
miembro periférico, distinto, con ello, de quienes disfruten de una pertenencia
plena al colectivo en cuestión. Ya sea que al individuo no se le valore tanto
como el quisiera en algún aspecto o que no se le reconozca total o parcialmente
una determinada identidad social, el resultado va a estribar, en definitiva, en
un cuestionamiento de su identidad personal. En función de este hecho, podemos
introducir una nueva distinción, entre unas identidades más sólidas y seguras y
otras de carácter más precario (cf. Castien Maestro, 2011: 35-37). Cuando una
identidad es precaria es una
identidad amenazada. El individuo puede conservar sus identidades sociales
cuestionadas y su valoración personal de sí mismo, también afectada, pero
tendrá que realizar un esfuerzo adicional para conseguirlo. Emprenderá
seguramente acciones, tales como defenderse de estos cuestionamientos y buscar
refuerzos añadidos. Para lo primero, podrá ignorar los ataques sufridos,
desacreditar a quienes los realizan como desprovistos de credibilidad o evitar
aquellas situaciones y personas que puedan exponerle a alguno de estos peligros.
Pero, una vez que, pese a la acción de todos estos filtros, el cuestionamiento
sufrido tenga que ser tomado en consideración, habrá de optar por otro género
de respuestas, consistentes en el desarrollo de una serie de argumentaciones
dirigidas a restarle relevancia. En cuanto a las acciones de refuerzo, y de
compensación, éstas resultan también muy variadas. Puede que se busquen
aquellas situaciones y aquellas relaciones con las que uno salga mejor parado,
que se aduzcan aquellos hechos y circunstancias que resulten más favorables,
incluso aunque su relación con el problema experimentado resulte bastante
indirecta, o que se elaboren argumentos destinados a demostrar la importancia
fundamental de todos estos hechos en comparación, sobre todo, con los que
actúan en un sentido contrario (cf. Castien Maestro, 2003: 275-232). De todas
estas cuestiones, se ha ocupado largamente la psicología social con sus más
diversas escuelas, desde el psicoanálisis, al interaccionismo simbólico,
pasando por el cognitivismo.
Todos estos conceptos
teóricos que hemos tenido que exponer aquí de manera bastante condensada
resultan de bastante utilidad a la hora de iluminar algunas vicisitudes
habituales en la vida de quienes emigran a otro país. Junto a esos contornos
tan marcados que ofrecen a menudo los diferentes períodos de su trayectoria
vital, su trayectoria identitaria suele resultar también extremadamente compleja.
No en vano, el curso objetivo de su existencia va a hallarse conformado por
experiencias muy diversas y no siempre fáciles de integrar dentro de un marco
subjetivo unificado y coherente. Las contradicciones acostumbran, por el
contrario, a ser intensas y numerosas. Este hecho puede convertirse, sin duda, en
fuente de intensos sufrimientos, pero también puede serlo, incluso por ello
mismo, de una enorme creatividad en las más diversas facetas de la vida. Tampoco
van a faltar las “crisis de identidad”, es decir, aquellos períodos más o menos
largos de tiempo en los que se dudará entre distintas imágenes sobre uno mismo,
entre distintos proyectos vitales y entre distintas líneas de conducta, antes
de alcanzar alguna solución más o menos estable (cf. Erikson, 1979). Las
razones últimas de toda esta inestabilidad son bastante patentes. Emigrar a
otra sociedad diferente supone modificar de una manera radical el abanico de
relaciones sociales que se mantienen, de tal forma que muchas de las antiguas
desaparecen y son reemplazadas por otras nuevas con nuevas personas. Incluso
aquellas que subsisten es muy posible que pierdan una buena dosis de su anterior
relevancia. Al mismo tiempo, estas nuevas relaciones van a ser cualitativamente
diferentes de las anteriores en dos importantes aspectos.
En primer lugar, van a
regirse por códigos culturales diferentes. Manejarse en ellas exigirá entonces
el aprendizaje de estos nuevos sistemas normativos y ello puede conllevar una
serie de nuevos efectos añadidos. Puede que no se logre aprender estos códigos
correctamente, lo que acarreará posiblemente un mal desempeño social en ciertos
ámbitos y, también posiblemente, un sentimiento más o menos marcado de
incompetencia social. Quizá redunde asimismo en una falta de reconocimiento por
parte de aquellos con quienes haya que relacionarse. Todo ello afectará, con
suma probabilidad, a la autoestima de la persona. Pero si, en cambio, llega a
dominar estos nuevos modos de comportamiento, y a recabar una mayor aceptación
entre los autóctonos, también puede quedar expuesta, sin embargo, a ciertos
problemas. Quizá la gente de su propio origen le reproche este cambio de hábitos.
Posiblemente, pasen a considerar que no se está conduciendo como debería de
acuerdo a su identidad social originaria. Puede que quede entonces desvalorado
en relación con ésta e, incluso, excluido de la misma, una pérdida de
reconocimiento colectivo también dolorosa con bastante seguridad. Y aparte de
este problema, podrá encontrarse también con que estos cambios pueden parecerle
a él mismo contradictorios con su propia identidad y con su sistema de valores
previamente asumido. Las contradicciones se multiplicarán.
A este primer gran
conjunto de inconvenientes del nuevo mundo en el que hay que aprender a vivir,
hay que añadir otro distinto, en segundo lugar. El inmigrante detentaba en su
tierra de origen unas identidades sociales distintas de aquellas que van a
imperar en aquella otra a la cual se ha trasladado. Ahora es un extranjero. Su
identidad nacional se define en negativo, como una ausencia de nacionalidad. Puede
ser objeto además de distintos prejuicios en su contra en función de alguna de
sus identidades sociales. Se enfrenta, de este modo, a un claro riesgo de
estigmatización por parte de la población autóctona. La precariedad identitaria
inherente a toda esta situación parece obvia. Pero tampoco deberíamos olvidar
las discriminaciones en aspectos palpablemente más materiales, como el acceso
al mercado de trabajo, el estatuto legal y las ayudas sociales (Castien
Maestro, 2003: 72-80).
En virtud de todas
estas circunstancias, el inmigrante tiende a vivir una situación profundamente
contradictoria. Si opta por una estrategia de asimilación, obtendrá seguramente
un mayor reconocimiento de los autóctonos, pero ello le llevará a alejarse de
los suyos. Lo mismo le sucederá si actúa a la inversa y se decanta por una
política de repliegue sobre su propio grupo. Y a estas contradicciones, de uno
u otro signo, en el plano de las relaciones sociales se sumarán las vividas por
la persona en su fuero interno. En ambos niveles la situación es complicada. Si
solventa, más o menos, unas contradicciones, es muy posible que alimente otras
distintas. Su identidad se encuentra, así, sometida al riesgo de
cuestionamiento desde múltiples direcciones a un mismo tiempo. De ahí que las distintas
soluciones a las que pueda llegar tiendan a exhibir una gran inestabilidad, lo
que hace posible la aparición de bruscas oscilaciones en un sentido inverso. Si
una determinada trayectoria, objetiva o identitaria, no ha deparado un
resultado satisfactorio, podrá virarse abruptamente hacia otra dirección, al
menos durante un tiempo. Sin embargo, no hay tampoco por qué abandonarse al
fatalismo. Existen salidas factibles para estas antinomias aparentemente
insolubles. Y como suele ocurrir en estos casos, de lo que se trata es de
neutralizar los dilemas elevándose por encima de ellos. El nudo gordiano se
deshace cortándolo. Este tipo de salidas es precisamente el que creemos haber
encontrado en algunas de las mujeres marroquíes con las que contactamos durante
la investigación referida más arriba.
En relación con el
caso concreto de estas informantes, debe tenerse en cuenta que la condición
general de la mujer musulmana emigrada a Occidente suele estar caracterizada
por una serie de contradicciones bastante intensas. En cuanto que musulmana, es
objeto de claros prejuicios y rechazos por parte de un sector importante de la
población autóctona. Al tiempo, en cuanto que mujer, el hecho de encontrarse
ahora viviendo en una sociedad menos patriarcal puede abrir para ella nuevas
vías de realización personal y de obtención de un mayor reconocimiento social,
tanto en función de su específica identidad femenina, como de los mayores
logros, en cuanto que ser humano, que ahora le está permitido alcanzar. Todo
ello la somete con frecuencia a unas exigencias contradictorias y la convierte
en una especie de prenda en disputa entre sociedades y culturas. De una parte,
la vigilancia ejercida sobre ella desde su propio colectivo puede incrementarse,
con el fin de salvaguardarla de ciertas tentaciones. De la otra, desde la
sociedad de acogida, se la puede discriminar muy fuertemente, al igual que se
hace con los varones, y se la puede victimizar además, atribuyéndosele una
serie de padecimientos generales que no tiene por qué estar sufriendo en muchos
casos concretos, así como tachándola de retrógrada, si persevera en un estilo
de vida considerado como impropio de una mujer moderna. Por todo ello, las
precariedades identitarias que suelen caracterizar tan a menudo la vida del
inmigrante se presentan en el caso de muchas de estas mujeres con unos contornos
mucho más acentuados. Pero también justamente por ello mismo, las respuestas
ante estas contradicciones pueden exhibir en ocasiones una especial resolución.
Es lo que creemos haber observado en los casos de los que vamos a ocuparnos a
continuación.
Se trataba de cuatro
mujeres que no se conocían entre sí y cuyas edades estaban comprendidas entre
los treinta y los sesenta años. Todas ellas llevaban residiendo un largo tiempo
en España, lo cual les había permitido adquirir la nacionalidad del país. Sus
niveles de formación eran elevados, oscilando entre la enseñanza secundaria y
la universitaria y sus orígenes sociales eran urbanos y relativamente
acomodados. Habían crecido además dentro de un ambiente familiar bastante
liberal. Aunque sus padres fueran musulmanes practicantes, no les habían
impuesto el seguimiento de los preceptos religiosos islámicos, sino que les
habían dejado libertad para cumplir o no con ellos según su parecer y les había
otorgado asimismo una amplia autonomía personal en todos los aspectos. Aparte de estos rasgos comunes en
cuanto a sus perfiles sociológicos, estas cuatro mujeres coincidían igualmente
en su modo general de insertarse en la sociedad de acogida, un modo al que
podemos calificar de integracionista
e individualista. Su carácter
integracionista venía dado por su interés prioritario en relacionarse con los
autóctonos. Su círculo de allegados estaba conformado en su mayoría por
personas de este origen. Dos de ellas estaban incluso casadas con españoles, si
bien convertidos formalmente al Islam, y otra había mantenido relaciones de
pareja con hombres de esta nacionalidad. En contraste con todo ello, sus
relaciones con otros marroquíes eran escasas y se restringían a un círculo muy
reducido de parientes y amigos íntimos. Lo mismo ocurría igualmente con sus
contactos con Marruecos. Existía, en resumidas cuentas, un notorio desapego con
respecto a la propia colectividad nacional. Esta específica orientación en
cuanto a las relaciones sociales se correspondía de un modo manifiesto con un
estilo de vida muy occidentalizado, patente en sus formas de vestir, y con una
práctica religiosa escasa, con ausencia o irregularidades en el rezo y poco
interés por las cuestiones doctrinales y, sobre todo, por las normativas, es
decir, por las referentes al correcto cumplimiento de los mandatos religiosos,
por esa ortopraxia a la que tanta
importancia suelen conceder otros muchos musulmanes.
Todo este
integracionismo se compaginaba, sin embargo, con una actitud marcadamente individualista
en varias cuestiones fundamentales. Lo primero de todo, tenía lugar un cierto
distanciamiento entre la identidad personal y las identidades sociales nacionales
y religiosas. De este modo, la identidad personal dejaba de estar tan
condicionada por las identidades colectivas, que ahora determinaban una parte
mucho menor de su contenido. Ganaba, pues, en autonomía con respecto a ellas. El
espacio dejado libre por estas identidades sociales relativamente postergadas
era ocupado por otros elementos a los que ahora se prestaba mucha más atención,
tales como la propia idiosincrasia personal, las experiencias vividas y el
círculo de allegados más íntimo. Podemos aventurar aquí la hipótesis, de lo más
plausible, de que esta mayor valoración de la particularidad individual, ligada
también con gran probabilidad a una mayor dedicación al cultivo de la misma,
habría de corresponderse con claridad con el intenso cuidado otorgado a las
relaciones personales. Estas relaciones tenderían a volverse más selectivas,
más dependientes de la existencia de afinidades en ciertos ámbitos. La posesión
de una identidad social común no constituiría, ni mucho menos, una base
suficiente para el establecimiento de estas relaciones. Es lo que nos mostraba
una de nuestras informantes, cuando nos explicaba que sus amigos procedían de
distintos países y que le costaba relacionarse con ciertos marroquíes, debido
al marcado tradicionalismo de éstos. En esta misma línea, otra de ellas aducía las
diferencias culturales e ideológicas con muchos de sus compatriotas de cara a
la conformación de un “proyecto común” que la pudiera ligar a ellos. Pero,
obviamente, toda esta actitud tan selectiva también era aplicada con relación a
muchos autóctonos.
En segundo lugar, y, en
contraste con la valoración del grupo de allegados más cercano, la colectividad
en un sentido más amplio perdía relevancia. Es como si se diluyese hasta quedar
reducida a un tenue telón de fondo. Y es más, la importancia que se le conceda
finalmente dependerá de sus conexiones con este grupo más próximo. Una de
nuestras informantes nos comentaba a este respecto cómo había ido perdiendo
interés en Marruecos debido a que su familia más directa estaba ya instalada en
España y sus amigos de juventud ya no residían en Chaouen, la ciudad de la que
procedía, sino que habían “volado” a otras localidades. Desde el momento en que
era así, Marruecos como tal ya no le atraía demasiado. Era como si la relación
con la colectividad nacional más amplia sólo tuviera valor en el caso de estar
siendo efectivamente mediada por la relación sostenida con la colectividad más
reducida de los íntimos. Desde un planteamiento menos individualista, podría
haberse sostenido, por el contrario, que esta identidad nacional debía ser
preservada a toda costa, en razón de su centralidad, para lo cual, en el caso
de que los vínculos con ciertos compatriotas se hubiesen debilitado, habría que
tratar de reemplazarlos por otros nuevos.
Pero no se trata
únicamente de que las identidades sociales pierdan relevancia. Ocurre, en
tercer y último lugar, que esta pérdida de centralidad resulta posible gracias
al vaciamiento de significados al que ellas son sometidas. Ser de un
determinado país se vuelve en sí algo menos cargado de contenido, algo que nos
dice mucho menos sobre la forma de ser de esa persona. Lo que el individuo
concreto vaya a ser o hacer va a depender ahora en menor medida de estas
específicas identidades sociales. Es como si ahora quedaran un mayor número de
rasgos humanos liberados de cualquier relación privilegiada con alguna
identidad social en concreto, y ello los dejara disponibles para ser atribuidos
a las personas particulares con independencia de tales identidades. De ahí
entonces, justamente, la poca relevancia del criterio nacional a la hora de seleccionar
las personas con las que relacionarse (cf. Castien Maestro, 2001: 252-255). Al
mismo tiempo, ciertos elementos de la cultura de origen, asociados, por tanto,
con las identidades sociales marroquí y musulmana, pueden sufrir otro interesante
proceso de despojo. Una de nuestras informantes, cuyo estilo de vida era muy
liberal en todos los aspectos, incluido el sexual y el referente al consumo de
alcohol, mostraba una gran afición hacia distintos componentes del Islam
tradicional marroquí, como las mezquitas, los rezos y las ceremonias sufíes.
Para ella todos estos elementos revestían un carácter fundamentalmente lúdico y
estético. Habían sido disociados de su conexión con un específico sistema
doctrinal y normativo. Reducidos a esta nueva naturaleza, venían a operar como
una suerte de agradable ornamento para su existencia cotidiana. Los
esteticismos de este género son hoy ciertamente bastante frecuentes, si bien en
este caso que estamos examinando aquí la actitud hacia tales elementos
culturales también estaba impregnada de una cierta nostalgia, pero parece que
más hacia el propio pasado biográfico y el propio grupo de íntimos que hacia la
colectividad nacional en un sentido más amplio.
Nos encontramos, en
resumidas cuentas, ante una manifestación particular de ese individualismo tan
propio de las sociedades modernas (cf. Ros y Gouveia, 2001). Desde este punto
de vista, podríamos decir que esta actitud individualista constituiría en sí
misma un aspecto particular de esa mimetización cultural general con la sociedad
de acogida característica de la estrategia integracionista que estamos
examinando. Ahora bien, este individualismo también posee otras implicaciones
más amplias. No en vano, esta estrategia integracionista podría haberse
asociado también con una actitud más colectivista, cosa que también sucede a
menudo. En un supuesto semejante, se habría optado por una asunción más en
bloque de lo autóctono y una disociación también más global con respecto a lo
marroquí. El estilo de vida español y las relaciones con los españoles habrían
sido, en este caso, perseguidos en mucha mayor medida en función de su mera
españolidad, sin que las preferencias más personales hubiesen jugado un papel
tan importante. El problema inherente a una línea de conducta semejante estribaría,
sin embargo, en que colocaría a la persona ante una serie de dilemas muy
difíciles de resolver, obligándola a decantarse por unas alternativas demasiado
globales. Seguramente estas elecciones radicales le resultarían bastante
difíciles de asumir en la práctica, lo que terminaría por acarrearle un sinfín
de contradicciones y un oneroso coste psicológico. La opción más individualista
que hemos estado examinando aquí ostenta, por contra, la enorme virtud de
posibilitar unas elecciones menos dramáticas. Gracias a ella, resulta factible
manejarse en distintos ámbitos sociales sin tener que soportar la carga de unas
identidades demasiado amplias y demasiado atiborradas de contenidos. Se trata
de moverse, por así decir, más ligero de equipaje. Esta peculiar forma de
afrontar los dilemas identitarios parece estar investida de grandes
potencialidades. Ayuda a afrontar los desafíos identitatios de la emigración
con mayor efectividad, al tiempo que libera al individuo de muchos de los
constreñimientos habituales que pesan sobre él. Estas virtudes la dotarían de
una cierta ejemplaridad y podrían hacer de ella un ejemplo a imitar en otros muchos
casos.
Referencias bibliográficas
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TORREGROSA PERIS, José Ramón (1982): en Perspectivas y métodos en Psicología Social
[1] Se trata del proyecto Adquisición de la ciudadanía española y
discriminación: el sentimiento de pertenencia a la sociedad receptora en las
inmigrantes de origen marroquí, financiado por la Universidad Complutense
de Madrid en el año 2008. Algunos de sus resultados se hallan recogidos en
(Castien Maestro, Dávila de León, Gimeno Giménez y Lozano Maneiro, 2009) y
(Castien Maestro, Dávila De León y Lozano Maneiro, 2010).
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